Voto obligatorio: una perversa concepción de la democracia.

A raíz de la nueva reforma política que se empieza a tramitar en el Congreso de la República, se ha vuelto a discutir en el país, entre otras, la propuesta de darle un carácter obligatorio al voto.

Desde una perspectiva que conciba a la democracia simplemente como un mecanismo para conformar gobiernos, consistente en la celebración periódica de jornadas electorales, dicha propuesta puede tener algún sentido: imponerle a los ciudadanos la obligación de acudir a las urnas y manifestarse por alguna de las opciones disponibles (como si se tratara de un mercado), sería tan solo una condición casi necesaria para lograr la existencia de los gobiernos representativos.

El problema, es que la obligatoriedad del voto es una solución simplista para un problema complejo.

El carácter obligatorio de una conducta, consiste en que si las personas no la producen voluntariamente, el Estado tendría la facultad de imponer sanciones y de perseguir su cumplimiento aún a través del uso de la fuerza. En ese sentido, cabría preguntarse ¿cómo se va a obligar a un ciudadano a que acuda a las urnas y deposite un voto? ¿Acaso en las jornadas electorales la policía se va a dedicar a sacar de sus casas, por la fuerza, a todas aquellas personas que no vayan a votar? Eso no parece muy democrático. ¿O tal vez se les impondrán multas? Y en ese caso, al no ser muy claro quién se encargaría de cobrarlas ni por qué medio, se convertirían en sanciones sin ninguna consecuencia práctica. ¿O es que acaso vamos a llegar al ridículo de pensar en la cárcel para quienes decidan no ejercer un derecho?

Las anteriores líneas, nos permiten concluir que la abstención (que en Colombia ronda el 60%) es tan sólo un síntoma de un problema más profundo, que no se resuelve con más coerción: la total desconexión del Estado respecto de las necesidades de amplios sectores de la población. Es decir, un Estado que no existe para cumplir con sus obligaciones más básicas respecto de sus ciudadanos, pero que sí existe para imponerle medidas impositivas o para intervenir violentamente en sus vidas (el nuevo Código de Policía es tan solo el ejemplo más reciente), no puede reclamar legitimidad para sí.

No debemos olvidar que la democracia no es tan solo la elección periódica de los gobiernos; es, sobre todo, una forma de gobierno igualitario y participativo. Solo una política que tienda a la superación de las desigualdades que vivimos en nuestro país, y que reforme las instituciones públicas para garantizar mayores espacios de participación y de decisión colectiva puede ser efectiva para superar los altos niveles de abstención.

Claro, los ciudadanos tenemos el deber de participar activamente en la toma de decisiones colectivas, pero ese argumento no puede llevar a que los partidos y políticos tradicionales se laven las manos, trasladando a los ciudadanos sus responsabilidades políticas: ha sido la endémica corrupción y el fracaso del modelo de desarrollo implementado desde hace aproximadamente 30 años en nuestro país, las que han destruido la legitimidad del Estado y han se han convertido en caldo de cultivo para la reproducción del conflicto armado.

En este contexto, se hace necesaria la emergencia de nuevas fuerzas políticas que, con un proyecto político decididamente democrático, despierte la ilusión de la ingente cantidad de personas que no se sienten representadas por el sistema político actual, y que promoviendo la mayor participación social posible, emprenda la ardua tarea de transformar las estructuras sociales y políticas de nuestro país. Esa es una de las posibilidades que se abren en la actual coyuntura política.